Yolanda Checa Pellitero (4.º ESO)

Hubo una vez hace ya siglos que, en las profundidades de un bosque cualquiera, entre dulces risas y suaves musgos, se deslizaba la joven Perséfone por entre la maleza y los riachuelos, como una ninfa de los bosques. Así pues, entretenida y feliz, comenzó la chica a canturrear una dulce melodía que, pese a ser algo aburrida, salida de sus labios era toda una oda a la alegría. Mientras la chica cantaba entretenida en el Olimpo, varios dioses parloteaban, pero uno de ellos, en concreto su rey Zeus, tumbado en sábanas de seda, escuchó fortuitamente los canturreos de belleza. Oyendo este tentador sonido, estiró su cuello hacia el mundo mortal y, con sus ojos de deidad, la vio, a una mujer con el sol como cabello, labios rojos apasionados y figura esbelta perfecta en todos los sentidos. Una vez su estupor inicial pasó, volvió a sus deberes divinos de descansar, y, con un último pensamiento más bien sonoro que expresaba así: “Tal belleza… superior a la de cualquier diosa, superior a la de Afrodita…”, posó la cabeza en una nube cercana y reposó, pues ser perfecto es trabajoso.

Así debería haber acabado la historia, pero donde hay belleza hay dioses y donde hay dioses hay diosas. La diosa Afrodita, preciosa como el océano y perfecta como solo ella podría ser, la deidad que reposaba con gracia sobre una almohada en el Olimpo escuchó en sus sagrados oídos unas palabras malditas y absolutamente inciertas: “Tal belleza… superior a la de cualquier diosa, superior a la de Afrodita…”. No, mentiras, Zeus estaba borracho de vino, esa era la explicación obvia, Afrodita lo sabe con absoluta seguridad, pero… esta niña, si de verdad era tan “guapa”, merecía algo, ¿no? ¿Merecía a alguien por ser tan bella como una diosa? ¿Se merecía a un dios como pareja? Era lo obvio y Afrodita era justa, de modo que dio al que se merecía algo lo que le correspondía, pero ¿a quién merecería esta criatura tan bonita, a Poseidón, a Ares…? No, a esos no, a Hades, obviamente. Decidida a llevar a cabo una buena acción divina para la niñata Perséfone, Afrodita comenzó a planear y, después de dos lunas y un sol, su brillante plan benévolo por fin nació.

Sin pausa y con algo que pudiéramos llamar malicia, Afrodita comenzó robando del regazo de una bruja misteriosamente muerta un remedio para el corazón. Con este primer ingrediente solo se echaban en falta otros dos. Afrodita, entonces, armada de su absoluta divinidad, se escabulló en la casucha de Perséfone y le robó de sus ojos una pestaña. Mezclando esta pestaña con la medicina del amor, concedió sobre ella un poco de su gracia para que inspirar la devoción.

Con la poción preparada y sus intenciones viles completamente visibles en una fiesta de dioses borrachos, a un tal Hades retó a beber y beber hasta que no pudiera más. Hades no se pudo negar, pues su honor y su destreza se veía amenazada y eso no podía perdurar. Con esta determinación, Hades engulló todo el líquido visible, incluyendo la poción de amor. El tiempo para Hades se congeló y, en su pasajero estupor, un rostro se le apareció, y ese rostro era muy hermoso, muy hermoso, y ella era suya, de Hades, y de nadie más.

Mientras estos acontecimientos se desarrollaban, en un choza vieja y humilde una joven sus ojos descansaba, y, en esta tranquilidad se hasta que algo, no, alguien, llegó. Un relámpago blanco como los huesos de un niño muerto resplandeció en la habitación y el agobiante hedor a angustia y alcohol dejó paso a un dios loco de amor. Perséfone, confundida y aterrorizada, se levantó y, pese a que intentó huir, de nada sirvió. Sus brazos la atraparon. La chica gritó con un estridente alarido de horror y una tremenda carcajada (¿de amor?) fue lo que se pudo escuchar del dios. Sin tiempo que perder, a su reino la arrastró, a su reino de condenados y de atosigante calor. Al llegar, todo el alcohol de su interior, por el ardiente vapor, se calcinó, y, con el alcohol, el veneno de su pasión también desapareció.

Ira era lo único que Hades sentía y rojo era lo único que veía, pero luego vio a una muchacha en el suelo berreando. El dios la agarró violentamente del cabello y con un brusco movimiento le rompió el cuello.

Y así acaba la historia de Perséfone: con ella muerta, con Afrodita satisfecha, con Hades rabioso y con Zeus eternamente indiferente.

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